En concepto del destacado
filósofo francés Alain Badiou, discípulo de Louis Althusser, “se puede decir
que el capitalismo es un orden democrático y pacífico, pero es un régimen de
depredadores, es un régimen de bandidismo universal. Lo llamo bandidismo -explica-
de manera objetiva: llamo bandido a cualquiera que considere que la única ley
de su actividad es el provecho”.
No obstante considera que “un
sistema como éste que, por un lado, tiene la capacidad de extenderse y, por el
otro, de desplazar su centro de gravedad, es un sistema que está lejos de
encontrarse moribundo. No hay que creer que, porque estamos en una crisis
sistémica, nos encontramos al borde del hundimiento del capitalismo
mundializado”.
MATERIALISMO DEMOCRÁTICO
Pensar el mundo a la velocidad
que va; las revoluciones árabes; el colapso ecológico; el movimiento de los
indignados; la crisis sistémica del capitalismo. Pensar también las
matemáticas, la poesía; y pensar también lo que no tiene tiempo y nos
compromete más que cualquier otra cosa: el amor. Esta es la dimensión
polifónica del filósofo francés Alain Badiou. Objeto de adoración o de un
sólido cuestionamiento, el pensador francés ha tejido una obra sin concesiones
que abarca la filosofía analítica, la matemática, el teatro, la política, la
literatura y hasta el amor como temas de una reflexión conectada a la raíz de
las transformaciones y trastornos humanos. Su obra contiene una de las críticas
más densas y lúcidas contra lo que Badiou llamó “el materialismo democrático”,
ese orden mundial donde cada cosa tiene un precio, un interés material final.
En pleno siglo XXI, y con los referentes históricos que se conocen, Alain
Badiou alega todavía a favor de lo que él define como “la idea comunista”. El
pensador francés rescata de esa ideología la “idea de la emancipación de toda
la humanidad, la idea de la igualdad entre los componentes de la humanidad, el
fin del racismo y de las fronteras”. En esa misma línea, Badiou reintroduce el
pensamiento de Marx. Puesto en un cajón con las piedras del Muro de Berlín,
Marx regresa hasta nosotros. Las revoluciones árabes lo reactualizaron en el
sentido más estricto: el movimiento de las masas hacia su emancipación.
Invitado a Buenos Aires a partir
del 7 de mayo por la Universidad Nacional de San Martín, Alain Badiou recibió a
Página/12 en su casa de París. En este diálogo, el autor de Elogio del amor
expone su análisis sobre los cambios históricos que se desprenden de las
revoluciones árabes al tiempo que, en contra de la opinión optimista dominante,
destaca que el sistema liberal está lejos de haber abdicado.
La lucha o la oposición contra
las modalidades del sistema actual se ha multiplicado y solidificado.
Revoluciones árabes, movimiento de los indignados, movilización creciente de
los grupos que están contra la globalización, en todo el planeta surgen grupos
de protesta. Analizando lo ocurrido, ¿qué les diría usted hoy a todos esos
rebeldes del mundo para que su acción conduzca a una auténtica construcción?
La consigna de antiglobalización
parece sugerir que, a través de varias medidas, se puede rehumanizar la
situación, incluida la rehumanización del capitalismo. Yo les diría que, para
mí, más importante que eso es la globalización de la voluntad popular.
Globalización quiere decir vigor internacional. Pero esa globalización
internacional necesita una idea positiva para unirla y no sólo la idea crítica
o la puesta en común de desacuerdos y protestas. Se trata de un punto muy
importante. Pasar de la revuelta a la idea es pasar de la negación a la afirmación.
Sólo en lo afirmativo podemos unirnos de forma duradera.
Varios filósofos apuntan el hecho
de que los valores capitalistas destruyeron la dimensión humana. Usted cree, al
contrario, que todavía persiste una potencia altruista en el ser humano. Usted,
por ejemplo, ve en las revoluciones árabes la restauración de la generosidad,
de la fuerza colectiva, de la capacidad del ser humano en activarse para
despojarse de los totalitarismos.
Nunca creí que esas
manifestaciones en el mundo árabe iban a inventar un nuevo mundo de un día para
otro, ni pensé que esas revueltas proponían soluciones nuevas a los problemas
planetarios. Pero lo que me asombró fue la reaparición de la generosidad del
movimiento de masa, es decir, la posibilidad de actuar, de salir, de protestar,
de pronunciarse independientemente del límite de los intereses inmediatos y
hacerlo junto a personas de las que ya sabemos que no comparten nuestros
intereses. Ahí encontramos la generosidad de la acción, la generosidad del
movimiento de masa, tenemos la prueba de que ese movimiento es aún capaz de
reaparecer y reconstituirse. Con todos sus límites, también tenemos un ejemplo
semejante con el movimiento de los indignados. Lo que resulta evidente en todo
esto es que están ahí en nombre de una serie de principios, de ideas, de
representaciones. Desde luego, el proceso será largo.
A mí me parece más interesante el
movimiento de la primavera árabe que el de los indignados, porque ese
movimiento tiene objetivos precisos, o sea, la desaparición de un régimen
autocrático y el tema fundamental que es el horror ante la corrupción. La lucha
contra la corrupción es un problema capital del mundo contemporáneo. En los
indignados hemos visto la nostalgia del viejo Estado providencia. Pero vuelvo a
reiterar que lo interesante en todo esto es la capacidad de hacer algo en
nombre de una idea, incluso si esa idea tiene acentos nostálgicos. Lo que a mí
me interesa es saber si aún tenemos la capacidad histórica de actuar en el
régimen de la idea y no simplemente según el régimen de la concurrencia o de la
conservación. Eso es para mí fundamental. La reaparición de una subjetividad
disidente, sean cuales fueren sus formas y sus referencias, me parece muy
importante.
“La idea” es el eje rector de su
filosofía. Desde una lectura más contemporánea, se tomó como un hecho
ineluctable que la idea es un producto y no la plena relación humana. Sin
embargo, en medio del híper liberalismo, del consumo, de la etiqueta de un
precio puesto sobre cada cosa, incluido los sentimientos, de pronto surge el
antídoto de la idea contra la materialidad del mercado.
Algunos dirán que hay valores
trascendentes, religiosos, y que es preciso someter al animal. Otros, al
contrario, dirán: liberémonos de esos valores trascendentes, Dios ha muerto,
vivan los apetitos salvajes. Pero entre ambas hay una solución intermediaria,
dialéctica, que consiste en decir que, en la vida, a través de encuentros y
metamorfosis, puede haber un trayecto que nos ligue a la universalidad. Eso es
lo que yo llamo “una vida verdadera”, es decir, una vida que encontró al menos
algunas verdades. Llamo idea a ese intermedio entre las verdades universales,
digamos eternas para provocar un poco a los contemporáneos, y el individuo.
¿Qué es entonces una vida bajo el signo de la idea en un mundo como éste? Hace
falta una distancia con la circulación general.
Pero esa distancia no puede ser creada sólo
con la voluntad, hace falta que algo nos ocurra, un acontecimiento que nos
lleve a tomar posición frente a lo que pasó. Puede ser un amor, un
levantamiento político, una decepción, en fin, muchas cosas. Allí se pone en
juego la voluntad para crear un mundo nuevo que no estará a la orden del mundo
tal como es, con su ley de circulación mercantil, sino por un elemento nuevo de
mi experiencia. El mundo moderno se caracteriza por la soberanía de las
opiniones. Y la opinión es algo contrario a la idea. La opinión no pretende ser
universal. Es mi opinión y vale tanto como la de cualquier otro. La opinión se
relaciona con la distribución de objetos y la satisfacción personal. Hay un
mercado de las opiniones como hay un mercado de las acciones financieras. Hay
momentos en que una opinión vale más que otra, después esa opinión quiebra como
un país. Estamos en el régimen general del comercio de la comunicación en el
cual la idea no existe. Incluso se sospecha de la idea y se dirá que es
opresiva, totalitaria, que se trata de una alienación. ¿Y por qué ocurre esto?
Pues simplemente porque la idea es gratis.
A diferencia de la opinión, la
idea no entra en ningún mercado. Si defendemos nuestra convicción, lo hacemos
con la idea de que es universal. Esa idea es entonces una propuesta compartida,
no se la puede poner en venta en el mercado. Pero, como con todo lo que es
gratis, la idea está bajo sospecha. Se pregunta: ¿cuál es el valor de lo que es
gratis? Justamente, el valor de lo gratis es que no tiene valor en el sentido
de los intercambios. Su valor es intrínseco. Y como no se puede distinguir la
idea del precio del objeto, la única existencia de la idea está en una suerte
de fidelidad existencial y vital a la idea. La mejor metáfora la encontramos en
el amor. Si queremos profundamente a alguien, ese amor no tiene precio. Hay que
aceptar el sufrimiento, las dificultades, el hecho de que siempre hay una
tensión entre lo que deseamos inmediatamente y la respuesta del otro. Es
preciso atravesar todo esto. Cuando estamos enamorados se trata de una idea, y
eso es lo que garantiza la continuidad de ese amor. Para oponerse al mundo
contemporáneo se puede actuar en política, pero no es todo: estar cautivado
completamente por una obra de arte o estar profundamente enamorados es como una
rebelión secreta y personal contra el mundo contemporáneo.
Es casi una broma adelantar que
el sistema liberal está en crisis. Para usted, ¿en qué fase se encuentra el
capitalismo? No está derrotado, desde luego, pero la crisis lo golpeó.
El capitalismo es un sistema de
robo planetario exacerbado. Se puede decir que el capitalismo es un orden
democrático y pacífico, pero es un régimen de depredadores, es un régimen de
bandidismo universal. Lo llamo bandidismo de manera objetiva: llamo bandido a
cualquiera que considere que la única ley de su actividad es el provecho. Pero
un sistema como éste que, por un lado, tiene la capacidad de extenderse y, por
el otro, de desplazar su centro de gravedad, es un sistema que está lejos de
encontrarse moribundo.
No hay que creer que, porque
estamos en una crisis sistémica, nos encontramos al borde del hundimiento del
capitalismo mundializado. Si creemos eso sería ver las cosas a través de la
pequeña ventana de Europa. Creo que hay dos fenómenos que están entrelazados.
El primero es el hundimiento de la segunda etapa de la experiencia comunista,
el hundimiento de los Estados socialistas. Este hundimiento abrió una enorme
brecha para el otro término de la contradicción planetaria que es el
capitalismo mundializado. Pero también le abrió nuevos espacios de tensiones
materiales. El desarrollo capitalista de países de la talla de China, de la
India, así como la recapitalización de la ex Unión Soviética, tiene el mismo
papel que el colonialismo en el siglo XIX.
Abrió espacios gigantes de
despliegue, de clientela y de nuevos mercados. Estamos ahora ante ese fenómeno:
la mundialización del capitalismo que se hizo potente y se multiplicó por la
extenuación de su adversario histórico del precedente período. Este fenómeno
lleva a que, por primera vez en la historia de la humanidad, se pueda hablar
realmente de un mercado mundial. Ese es un primer fenómeno. El segundo es el
desplazamiento del centro de gravedad. Estoy convencido de que las antiguas
figuras imperiales, la vieja Europa por ejemplo, la cual pese a su arrogancia
tiene una cantidad considerable de crímenes para hacerse perdonar, y los
Estados Unidos, pese al hecho de que aún ocupan un lugar muy importante, son en
realidad entidades capitalistas progresivamente decadentes y hasta un poco
crepusculares. En Asia, en América latina, con la dinámica brasileña, e incluso
en algunas regiones de Medio Oriente, vemos aparecer nuevas potencias. Son
nuevos centros de gravedad. El sistema de la expansión capitalista llegó a una
escala mundial al mismo tiempo que el sistema de las contradicciones internas
del capitalismo modifica su geopolítica. Las crisis sistémicas del capitalismo
-hoy estamos en una grave crisis sistémica- no tienen el mismo impacto según la
región. Tenemos así un sistema expansivo con dificultades internas.
Pero esos nuevos polos se
desarrollan según el mismo modelo.
Sí, y no creo que esos nuevos
polos introduzcan una diferenciación cualitativa. Es un desplazamiento interno
al sistema que le da margen de maniobra.
Ahora llegamos a Marx, mejor
dicho a los dos Marx: el Marx marxista y el Marx de antes del marxismo. Usted
reivindica plenamente la figura y la obra de Karl Marx. ¿Cuál de los dos
prefiere usted: el Marx marxista o el que precede al marxismo?
Marx y marxismo tienen
significados muy distintos. Marx puede significar el intento de un análisis
científico de la historia humana con los conceptos fundamentales de clase y de
lucha de clases, y también la idea de que la base de las diferentes formas que
adquirió en el curso de la historia la organización de la humanidad es la organización
de la economía. En esta parte de la obra de Marx hay cosas muy interesantes
como, por ejemplo, la crítica de la economía política. Pero también hay otro
Marx que es un Marx filósofo, es un Marx que viene después de Engels y que
intenta mostrar que la ley de las cosas hay que buscarla en las contradicciones
principales que pueden percibirse dentro de las cosas.
Es el pensamiento dialéctico, el
materialismo dialéctico. En lo concreto, hay una base material de todo
pensamiento y éste se desarrolla a través de sistemas de contradicción, de
negación. Este es el segundo Marx. Pero también hay un tercer Marx, que es el
Marx militante político. Es un Marx que, en nombre de la idea comunista, indica
lo que hay que hacer: es el Marx fundador de la primera Internacional, es el
Marx que escribe textos admirables sobre la Comuna de París o sobre la lucha de
clases en Francia. Hay por lo menos tres Marx y el Marx que a mí más me
interesa, incluso reconociendo el mérito inmenso de todos los Marx, es el Marx
que intenta ligar la idea comunista en su pureza ideológica y filosófica a las
circunstancias concretas.
Es el Marx que se pregunta qué
camino puede encontrarse para organizar a la gente políticamente a fin de que
se oriente hacia la idea comunista. Hay ideas fundamentales que fueron
experimentadas y que aún permanecen, y en cuyo centro encontramos la convicción
según la cual nada ocurrirá mientras una fracción significativa de los
intelectuales no acepte estar orgánicamente ligada a las grandes masas populares.
Ese punto está totalmente ausente hoy en varias regiones del mundo. En Mayo del
’68 y en los años ’70, este punto fue abandonado. Hoy pagamos el precio de ese
abandono que significó la victoria completa y provisoria del capitalismo más
brutal. La vida concreta de Marx y de Engels consistió en participar en las
manifestaciones en Alemania e intentar crear una Internacional. ¿Y qué era la
Internacional? Pues la alianza de los intelectuales con los obreros. Por ahí se
empieza siempre. Yo llamo entonces a que comencemos de nuevo: por un lado con
la idea comunista y, por el otro, con un proceso de organización bajo esta idea
que, evidentemente, tomará en cuenta el conjunto del balance histórico pero
que, en cierto sentido, tendrá que empezar de nuevo.
Si tomamos en cuenta las
revoluciones árabes, las crisis del sistema financiero internacional, el
colapso ecológico y el poderío de las oligarquías, ha habido muchos trastornos
en el último cuarto de siglo. Bajo el flujo de esta avalancha, muchas cosas
cambiaron en el mundo. Pero, ¿cuál fue, según usted, la transformación íntima
del ser humano en este período? ¿Cuál ha sido la dosis de inocencia que
perdimos?
Lo que cambió más profundamente
es la división subjetiva. Las elecciones fundamentales a las que estuvieron
confrontados los individuos durante el primer período estaban aún dominadas por
la idea de la alternativa entre orientación revolucionaria y democracia y
economía de mercado. Dicho de otra forma, estábamos en la constitución del
debate entre totalitarismo y democracia. Ello quiere decir que todo el mundo
estaba bajo el influjo del balance de la experiencia histórica del siglo XX.
A escala mundial, esta discusión,
que adquirió formas distintas según los lugares, se focalizó en cuál podría ser
el balance de este siglo XX. ¿Acaso hay que condenar definitivamente las
experiencias revolucionarias? ¿O acaso hay que abandonarlas porque fueron
despóticas, violentas? En este sentido, la pregunta era: ¿debemos o no unirnos
a la corriente democrática y entrar en la aceptación del capitalismo como un
mal menor? La eficacia del sistema no consistió en decir que el capitalismo era
magnífico sino que era el mal menor. En realidad, aparte de un puñado de
personas, nadie piensa que el capitalismo es magnífico.
Hace 20 años estábamos en ese
contexto, o sea, la reactivación de una filosofía inspirada por la moral de
Kant. O sea, no había que tener grandes ideas de transformación política
voluntaristas porque ello nos conduce al terror y al crimen: lo que había que
hacer era velar por una democracia pacificada dentro de la cual los derechos
humanos estarían protegidos. Hoy, esta discusión está terminada, y está
terminada porque todo el mundo ve que el precio pagado por esa democracia
pacificada es muy elevado.
Todo el mundo toma conciencia de
que se trata de un mundo violento, pero con otras violencias, que la guerra
sigue rondando todo el tiempo, que las catástrofes ecológicas y económicas
están a la orden del día y que, encima, nadie sabe a dónde vamos. ¿Podemos
acaso imaginar que esta ferocidad de la concurrencia y esta constante sumisión
a la economía de mercado duren aún durante varios siglos? Todo el mundo siente
que no, que se trata de un sistema patológico. Se ha revelado que este sistema,
al que nos presentaron como un sistema moderado, sin dudas en nada formidable
pero mejor que todo lo demás, es un sistema patológico y extremadamente
peligroso. Esa es la novedad. No podemos tener más confianza en el futuro de
esta visión de las cosas. Estamos en una fase de intervalo, incierta. Se
introdujo la hipótesis de una suerte de humanismo renovado al que podríamos
llamar un humanismo de mercado, el mercado pero humano. Creo que esa figura,
que sigue vigente gracias a los políticos y a los medios, ha muerto. Es como la
Unión Soviética: estaba muerta antes de morir. Creo que, en condiciones
diferentes y en un universo de guerra, de catástrofes de competencia y de
crisis, esta idea del capitalismo con rostro humano y de la democracia moderada
ya ha muerto. Ahora será necesario no ya arbitrar entre dos visiones
constituidas sino inventar una.
¿De esa ambivalencia proviene tal
vez la sensación de que las jóvenes generaciones están como perdidas, sin
confianza en nada?
Eso es lo que siento en la
juventud de hoy. Siento que la juventud está completamente inmersa en el mundo
tal como es, no tiene idea de otra alternativa, pero al mismo tiempo está
perdiendo confianza en este mundo, está viendo que, en realidad, este mundo no
tiene porvenir, carece de toda significación para el porvenir. Creo que estamos
en un período donde las propuestas de ideas nuevas están al orden del día,
incluso si una buena parte de la opinión no lo sabe. Y no lo sabe porque aún no
llegamos al final de este agotamiento interno de la promesa democrática. Es lo
que yo llamo el período intervalo: sabemos que las viejas elecciones están
perimidas, pero no sabemos aún muy bien cuáles son las nuevas elecciones.
Aunque a los lectores les resulte
sorprendente en un autor resueltamente político como usted, uno de sus libros más
universalmente conocidos es sobre el amor. Se trata de una meditación de una
conmovedora sabiduría. Para un filósofo comprometido con la acción política y
cuyo pensamiento integra las matemáticas, la aparición del tema del amor es
poco común.
El amor es un tema esencial, una
experiencia total. El amor está bajo la amenaza de la sociedad contemporánea.
En el amor lo fundamental está en que nos acercamos al otro con la condición de
aceptarlo en mi existencia de forma completa, entera. Eso es lo que diferencia
al amor del interés sexual. El interés sexual se fija sobre lo que los
psicoanalistas llamaron “los objetos parciales”, es decir, yo extraigo de los
otros emblemas fetiche que me interesan y suscitan mi excitación deseante. No
niego la sexualidad, al contrario. La sexualidad es un componente del amor.
Pero el amor no es eso. El amor es cuando estoy en estado de amar, de estar
satisfecho y de sufrir y de esperar a propósito de todo lo que viene del otro:
la manera en cómo viaja, su ausencia, su llegada, su presencia, el calor de su
cuerpo, mis conversaciones con él, sus gustos compartidos. Poco a poco, la
totalidad de lo que el otro es se vuelve un componente de mi propia existencia.
Esto es mucho más radical que la vaga idea de preocuparme por el otro. Es el
otro con la totalidad infinita que representa, y con quien me relaciono en un
movimiento subjetivo extraordinariamente profundo.
¿En qué está el amor amenazado
por los valores contemporáneos?
Porque el amor es gratuito y,
desde el punto de vista del materialismo democrático, injustificado. ¿Por qué
habría de exponerme al sufrimiento de la aceptación de la totalidad del otro?
Lo mejor sería extraer de él lo que mejor corresponde a mis intereses inmediatos
y mis gustos y desechar el resto. El amor está amenazado porque se lo
distribuye en rodajas. Observemos cómo se organizan las relaciones en esos
portales de Internet, allí donde la gente entra en contacto: el otro ya está
pre-cortado en rodajas, un poco como la vaca en las carnicerías. Sus gustos,
sus intereses, el color de sus ojos, si tiene los cabellos largos o cortos, es
grande o pequeño, es amarillo o negro. Vamos a tener unos 40 criterios y al
final de ellos vamos a decirnos: esto es lo que compro. Eso es todo lo
contrario al amor. El amor es justamente cuando, en cierto sentido, no tengo ni
la menor idea de lo que estoy comprando.
Y frente a esa modalidad
competitiva de las relaciones, usted proclama que el amor debe ser reinventado
para defendernos, que el amor debe reafirmar su valor de ruptura y de locura.
El amor debe reafirmar el hecho
de que está en ruptura con el conjunto de las leyes ordinarias del mundo
contemporáneo. El amor debe ser reinventado como valor universal, como relación
a la alteridad, a aquello que no soy yo. El amor implica una generosidad que es
obligatoria. Si yo no acepto la generosidad, tampoco acepto el amor. Hay una
generosidad amorosa que es inevitable, estoy obligado a ir hacia el otro para
que la aceptación del otro en su totalidad pueda funcionar.
La política no está muy alejada
de todo esto. Para usted, en la acción política hay una dimensión del amor.
Sí, incluso puede resultar
peligroso. Si buscamos una analogía política del amor diría que, al igual que en
el amor donde la relación con una persona tiene que constituir su totalidad
existencial como componente de mi propia existencia, en la política auténtica
es preciso que haya una representación entera de la humanidad: en la política
verdadera, que también es un componente de la verdadera vida, hay
necesariamente esa preocupación, esa convicción según la cual estoy ahí en
tanto que representante y agente de toda la humanidad. Igual que en el amor,
donde mi preocupación, mi propuesta, mi actividad, están ligadas a la
existencia del otro en su totalidad. Creo que el proyecto de pareja puede ser
un arma contra los valores corrientes si no se disuelve, si no se metamorfosea
en un proyecto que terminaría siendo en el fondo la acumulación de los
intereses de unos y otros. No hay que perder el rumbo de nuestra experiencia.
No hay que ceder. El mundo se recrea a partir de la experiencia amorosa. De esa
forma salvaremos la idea y sabremos qué es exactamente la felicidad. No soy un
asceta. No estoy por el sacrificio. La construcción amorosa es la aceptación
conjunta de un sistema de riesgos y de invenciones.
Usted también introduce una idea
peculiar y maravillosa: debemos hacer todo para preservar lo excepcional que
nos ocurre.
Ahí está el sentido completo de
la vida verdadera. Una vida verdadera se plasma cuando aceptamos los regalos
peligrosos que la vida nos hace. La existencia nos hace regalos pero, la mayor
parte de las veces, estamos más espantados que felices por esos regalos. Creo
que aceptar eso que nos ocurre y que parece raro, extraño, imprevisible,
excepcional, que sea el encuentro con una mujer, o sea Mayo del ’68, aceptar
eso y las consecuencias de ello, eso es la vida. Eso es la verdadera vida.
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