Graziella Pogolotti (La Jiribilla)
Desde los más remotos orígenes de la sociedad se impuso la necesidad
de formar a las nuevas generaciones.
El aprendizaje incluía las habilidades
requeridas para la supervivencia del individuo y del grupo, normas básicas de
conductas, así como las respuestas míticas a las interrogantes fundamentales
del hombre.
Con el desarrollo de la propiedad privada, la división del trabajo y
la aparición de las clases, comenzó a formularse un pensamiento pedagógico
explícito.
Unos estaban destinados a la realización de trabajos manuales.
Otros
asumirían funciones dirigentes. Para una refinada aristocracia, Grecia diseñó
un modelo sustentado en el diálogo.
Los filósofos, desde Sócrates hasta
Aristóteles, se hicieron maestros.
Legaron a Occidente el término Academia.
Los saberes se bifurcaron en dos direcciones: aquellos demandados por
la confección de bienes tangibles y aquellos reservados a la reflexión sobre el
estado, las bases del conocimiento y el origen del universo.
En el ejercicio de la tutoría sobre los futuros gobernantes,
Aristóteles acompañaría el crecimiento intelectual y moral de Alejandro Magno.
Durante la Edad Media, los sacerdotes conservaron la tradición
letrada. Como se sabe, Carlomagno fue analfabeto.
Invadida por los árabes, España se adelantaba a los tiempos al
ofrecer, con Alfonso X un ejemplo de gobernante ilustrado.
Orientada por la Iglesia, la
enseñanza tuvo en la preservación del dogma uno de sus propósitos esenciales.
La Universidad emergió como institución de nuevo tipo.
Esta aparición responde
a señales de cambio en una sociedad de creciente complejidad, cuando comienza a
quebrarse la aparente unidad del mundo medieval.
Los jóvenes de la nobleza se
seguirán formando en el entorno doméstico, atendidos por tutores.
En una burguesía procedente de
las ciudades, se procura un conocimiento al margen de los dogmas establecidos
por la iglesia mediante el rescate de una tradición humanista y el acceso a
métodos que apuntan a la investigación científica.
La medicina y la jurisprudencia ganan terreno. Al dominio absoluto de
la letra, sucederá la observación de la naturaleza. La extrema confrontación de
ideas someterá al juicio de la inquisición a Giordano Bruno, a Galileo y, en la
Ginebra calvinista, a Miguel Servet.
Las vías de aprendizaje están
en el centro de ese debate que compromete a la sociedad en la validación de la
verdad.
El ascenso de la burguesía en el siglo XVIII produjo cambios
sustantivos en las concepciones pedagógicas.
Las ideas de Juan Jacobo Rousseau contribuyeron al descubrimiento de
los rasgos específicos de la personalidad del niño y de sus necesidades para el
logro de una educación integral.
El diálogo sustituyó al autoritarismo.
El desarrollo del capitalismo,
el proceso de industrialización y la consigna igualitaria de la Revolución
Francesa contribuyeron al paulatino establecimiento de un sistema universal,
público, laico y gratuito en todos los niveles de la educación. Napoleón
Bonaparte completó el diseño general con la fundación de las denominadas
“grandes escuelas”: Normal Superior, Politécnica, Central, Aguas y Bosques,
Puentes y Caminos.
El énfasis en la preparación de
ingenieros respondía también a las demandas del ejército, donde la artillería
desempeñaba un papel decisivo.
De esa manera, se entrenaba una
elite intelectual, altamente calificada, comprometida a servir al estado y a
las fuerzas armadas durante un plazo fijo después de la graduación. Se
privilegian las disciplinas técnicas sin renunciar a las humanidades con acento
en el latín, la lengua materna y la literatura.
El aparente impulso democratizador tropezaba, sin embrago, con
obstáculos en su aplicación práctica.
Los hijos de las clases
populares se veían obligados a abandonar los estudios para contribuir al
sustento familiar, vivían en ambientes desfavorecidos y no contaban con el
respaldo de un hogar donde el saber letrado se hubiera convertido en tradición.
El pensamiento de Rousseau impuso un replanteo de los objetivos y
métodos de la educación. Se trataba en última instancia de preservar la
imaginación y la curiosidad insaciable de los niños, así como el hábito de
formular preguntas y potenciar la facultad de explorar el entorno por sus
propios medios. La experimentación desplazaba al dogma.
En otro contexto, respondiendo a otras circunstancias históricas, en
la Cuba del siglo XIX, el pensamiento pedagógico ocuparía un primer plano.
Postergada la insurrección independentista por motivos harto
conocidos, había que solucionar la paradoja de formar cubanos cuando no existía
conciencia de nación y de ofrecer fuerza de trabajo calificada para un
crecimiento azucarero vertiginoso.
Al margen del poder político,
mutilada por ello la posibilidad de transformar los proyectos en directrices
para toda la Isla, los ilustrados se redujeron a instalar modelos de escala
limitada.
Conviene recordar que la Academia de San Alejandro, en su origen, tuvo
como destino formar dibujantes técnicos. Al mismo tiempo, la Sociedad Económica
de Amigos del País patrocinaba una escuela pública.
Correspondería entonces a la escuela privada, alentada por maestros
cubanos, dar continuidad a la labor iniciada por Varela en el Seminario de San
Carlos y San Ambrosio.
Educar implicaba ampliar
horizontes en el campo hasta ese momento restringido del conocimiento en la
filosofía y la ciencia, forjar almas y enseñar a pensar en cubano.
El aliento de cubanía y la implantación de métodos pedagógicos de
avanzada repercutieron en las minorías criollas más favorecidas en contraste
con la anemia de la enseñanza elemental.
Las mayorías permanecían analfabetas o escasamente letradas.
Con la asesoría de Enrique José Varona, la intervención norteamericana
reformó la educación. El filósofo cubano aspiraba a la modernización sobre la
base de fortalecer los estudios científicos.
Por su parte, los interventores
intentaron valerse de la precariedad del sistema para trasplantar sus modelos y
arraigar su influencia por esta vía.
Para solucionar la demanda de
maestros derivada de la extensión de la enseñanza primaria, hombres y mujeres
instruidos tuvieron la oportunidad de cursar entrenamiento veraniego en EE UU.
Entre los seleccionados se encontraba el poeta Regino Boti, quien ha
dejado testimonio de esa experiencia singular.
Hubo un aprendizaje, pero se produjo también un choque de culturas. De
hecho, la influencia norteamericana penetrará lentamente, sobre todo a través
de los centros de estudio bilingües. En la práctica, durante la república
neocolonial, las escuelas Normales asimilaron un alumnado de escasos recursos.
Era un trabajo decente, respetado en la comunidad. El reducido salario
resultaba apenas un complemento para afrontar las necesidades mínimas del
hogar, favorecía la incorporación laboral a las mujeres, muchas de ellas
mestizas y negras.
Nutridas de una tradición, transmitieron valores patrios y éticos a
sucesivas generaciones de cubanos. Muchas anécdotas refieren que, al producirse
el golpe de Estado de Batista, maestros de ambos sexos explicaron a los
escolares el significado de aquel acto y las probables repercusiones
sangrientas de la imposición de un régimen de fuerza.
Debemos suponer que en los
medios académicos se han producido investigaciones sobre el desarrollo del
pensamiento pedagógico durante la primera mitad del siglo XX. Sin embargo,
estos trabajos no se han difundido y no han entrado a formar parte del debate
en torno a la cultura nacional.
La explicación puede
encontrarse en el legado inconsciente de la progresiva compartimentación de
áreas del saber, generada en esa etapa histórica por razones de orden
económico.
En efecto, la extrema
limitación de los puestos de trabajo disponibles condujo a la creación de
instituciones orientadas a la defensa de intereses gremiales.
Surgieron los llamados colegios
profesionales para determinar los requisitos necesarios para ocupar cargos.
Los egresados de las escuelas Normales y de la facultad de pedagogía
de la Universidad estaban facultados para el ejercicio de la docencia en el
nivel elemental y en los cursos de la primaria superior.
Los institutos de segunda enseñanza permanecían como terrenos en
disputa entre pedagogos y graduados de las carreras de Ciencias y de Filosofía
y Letras.
La confrontación se expresó en el debate entre el qué y el cómo, vale
decir, entre el contenido y la forma.
Por una parte, se privilegió el método y, por la otra, el dominio en
profundidad de cada disciplina.
Sin embargo, la Revolución
había promovido cambios radicales en la vida nacional.
La expansión educacional imponía una continua demanda de fuerza laboral
calificada.
El diseño de los Institutos pedagógicos intentó solucionar esta
contradicción al desembrar en especialidades la antigua carrera de Pedagogía
teniendo en cuenta que el modo de enseñar no constituye una ciencia abstracta.
Los objetivos difieren según las características de cada materia,
según su naturaleza instrumental o formativa.
Lamentablemente, la parcelación
de los campos interrumpió un diálogo necesario para garantizar los más altos
índices de calidad en el proceso docente, de extraordinaria complejidad por su
vertebración con la dinámica social.
Por razones de personalidad y
circunstancias ambientales, no hay dos maestros idénticos y lo mismo sucede con
los grupos de estudiantes.
En el intercambio entre ambos,
la transmisión de los conocimientos programados se entremezcla con acotaciones
motivadas por estímulos procedentes de la vida diaria.
Solo puede responder
interrogantes imprevistas, consolidar su prestigio en el aula y ejercer una
adecuada influencia en la formación de las nuevas generaciones, quien maneje
con soltura un rango de conocimientos que sobrepase el contenido de los
manuales.
La renovación del pensamiento pedagógico y su incorporación a las
corrientes fundamentales de la filosofía y la cultura constituye una de las
prioridades del momento actual, tan complejo en lo nacional y en lo
internacional.
Las revueltas estudiantiles en
países de América Latina y Europa son síntomas de una crisis con raíces que
desbordan los reclamos por el acceso universal y gratuito a la enseñanza.
Como la fragilidad de las capas de hielo que recubren los lagos al
anunciarse la primavera, apuntan a la crisis de un modelo. Los avances de la
ciencia y la tecnología, el estrecho perfil de muchos especialistas cancelan
rápidamente la funcionalidad de los saberes en el mercado laboral.
Necesitados de permanente
reciclaje, los profesionales son víctimas del creciente deterioro de las clases
medias.
La información y las
habilidades adquiridas son perecederas cuando la educación ha descuidados su
tarea fundamental de enseñar a aprender, cuando el utilitarismo subestima la
exigencia de injertar las prácticas instrumentales en el tronco de la
conciencia ciudadana, que se impone, ante todo, estimular la capacidad de
pensar, de formular preguntas antes de incorporar pasivamente un recetario.
Consciente de estar construyendo el mañana, todo verdadero maestro
percibe en el aula el anuncio del porvenir.
En la actual encrucijada, se delinean proyectos educacionales
contrapuestos, articulados a dos concepciones del desarrollo social.
El poder hegemónico del capital
ha generado un modelo similar a la organización de las abejas en colmenas, con
funciones definidas correspondientes a la elite dominante sostenida por una
masa trabajadora.
La enseñanza proporciona el knowhow indispensable para el cumplimiento
de las labores, aunque ese utilitarismo conduzca a la preparación de un
personal desechable a plazo fijo.
La renuncia del estado a la asunción de sus responsabilidades en este
terreno resulta una pieza decisiva en un engranaje muy complejo donde
interviene también en el plano de la subjetividad, la formulación de
expectativas y el descrédito de una visión humanista.
Los disidentes comprometidos en
la transformación de la sociedad, somos hijos de esos modelos de formación.
Se nos impone un severo
ejercicio crítico para separar el grano de la paja, explorar otros caminos a
fin de refundar objetivos y métodos.
Para actuar con sensatez, hay que derrumbar linderos parcelarios,
ofrecer respuesta rápida y eficaz a los problemas más acuciantes del momento y
repensar el perfil del ser humano en una perspectiva a largo plazo.
Como aprendimos alguna vez al estudiar Matemática, para elaborar un
modelo concebido según la perspectiva de un real crecimiento humano, precisa
establecer premisas y despejar incógnitas.
Para lograrlo, los cubanos
disponemos, desde la lucha contra el coloniaje, de una tradición pedagógica, de
la posibilidad de examinar críticamente la experiencia acumulada durante medio
siglo y la oportunidad de abrir un debate sin el estorbo de intereses creados.
Acostumbrados a aludir a nuestro legado pedagógico ensalzando la secuencia
Varela-Luz-Varona, la validez de esos precursores adquiere sentido verdadero
cuando se inscribe en el pensamiento todo de José Martí y, en particular en las
enseñanzas de La Edad de Oro y de Nuestra América.
En Martí podemos reconocer un
modo creador de estructurar el ordenamiento de las ideas. El punto de partida
en el vislumbre de un futuro posible descarta la carrera competitiva respecto a
Europa y los EE.UU.
Propone analizar nuestras
raíces, nuestra realidad geográfica, histórica y cultural para diseñar un
modelo armónico de desarrollo con equilibrio ajustado entre industria y
agricultura. Su perspicacia de visionario le permite soslayar los peligros del
exacerbado culto al progreso vigente en su época, responsable — lo comprendemos
solo ahora — del efecto depredador de la acción humana.
Con La Edad de Oro, el Maestro ofrece un ejemplo concreto de prácticas
pedagógicas. Ambos desechables, dogmatismo y autoritarismo suelen andar juntos.
En esta revista, concebida para
los niños y las niñas de la América nuestra, el poder de seducción convoca,
como el flautista de Hamelin, a la aventura del conocimiento.
Los textos inducen a despertar
interés por lo que somos y de donde venimos, abre horizontes hacia el ancho
mundo, muestra los adelantos de la técnica, siembra valores éticos y cultiva la
sensibilidad por lo hermoso de la palabra y de cuanto nos rodea.
Todo taller sobre pedagogía
debería comenzar por la lectura atenta y analítica de estos trabajos martianos,
visión que se complementa con su epistolario y, en particular, con las cartas
dirigidas a María Mantilla en los días fervorosos de su último viaje a Cuba. El
qué y el cómo andan juntos y solo el dominio del qué ampara la eficacia del
cómo.
Las concepciones pedagógicas surgen de una tradición histórica
asentada en las demandas del modelo de hombre requeridas por la sociedad.
Los resultados del desempeño docente se reflejan a largo plazo en la
corriente sanguínea de un país. En el aula, en cada mañana se está construyendo
el porvenir.
El niño que está aprendiendo
las primeras letras iniciará su vida laboral dentro de 15 o 20 años, en un
futuro inescrutable.
A pesar de ese margen de
incertidumbre, nos corresponde — como lo hizo Martí — apostar a favor de una
república “con todos y por el bien de todos”.
Apremia por tanto, diseñar un
programa de acción coherente, aun cuando puedan abrumarnos las deficiencias
actuales.
Al ser humanos en formación, precisa entregar las herramientas de un
pensar en cubano, como lo quisieron nuestros maestros desde Félix Varela.
Hay que potenciar al máximo sus
potencialidades creativas, cultivar la mente y el corazón, hacer de la
honestidad norma y brújula de vida para disponer de la valentía necesaria para
combatir lo mal hecho, la injusticia y así proteger la nación.
En la práctica cotidiana de la
escuela, habrá que ejercitar el sentido de responsabilidad sostenido en la
acción participativa y en la convicción de ser un actor en el continuo proceso
de transformación de la sociedad.
Pero, mucho ojo, para la transmisión
de valores la retórica es contraproducente, sobre todo cuando contrasta con los
hechos de la realidad.
Con la mirada puesta en un
futuro que nuestros aciertos e imperfecciones van modelando, los cimientos se
construyen a partir de un riguroso análisis del panorama actual.
Los lineamientos generales se
ajustan, más allá de nuestra voluntad expresa, a las circunstancias locales,
donde intervienen factores ajenos al sistema educacional, de orden cultural,
social, que contribuyen a generar expectativas de vida.
Las realidades siempre mutantes
y las soluciones de otrora pueden no ser efectivas en otros contextos. Niños y
jóvenes estaban sujetos a estímulos inimaginables medio siglo atrás.
La preparación de maestros y profesores padece insuficiencias en
muchas áreas. Se trata, por tanto, de encontrar respuestas efectivas para
solucionar los problemas más acuciantes del momento sin perder de vista el
largo plazo.
De acuerdo con estas premisas, importa considerar la concepción de los
planes de estudio.
En este sentido, conviene
evitar la dispersión en multiplicidad de asignaturas y fortalecer el
aprendizaje de las disciplinas básicas, con énfasis en aquellas que entrenan el
ejercicio del pensar.
Desde la república neocolonial, la influencia positivista se afianzó
con el auge creciente del pragmatismo, reforzado con la presencia progresiva de
la pedagogía norteamericana, dominante en nuestra carrera universitaria
correspondiente, lo cual se reflejó en la subestimación de las humanidades.
El amplio y profundo dominio de
la lengua y la continuidad de los estudios históricos y literarios constituyen
saberes indispensables para la apropiación productiva de las ideas, el
afinamiento de la sensibilidad, la comprensión de una realidad compleja y el
arraigo de la identidad cultural.
Platón y Aristóteles en la antigüedad, Rabelais, Montaigne y Rousseau
más tarde y, entre nosotros, Varela, Luz, Varona y Martí establecieron
coordenadas para la educación en sociedades y circunstancias precisas.
En todos los casos, las ideas pedagógicas integraron junto con la
cultura un tronco común.
Enseñar fue, al mismo tiempo, ciencia y arte, a fin de entrelazar en
delicadísimo tejido la inteligencia y el alma de las nuevas generaciones.
Replantear el problema en su conjunto atendiendo a nuestras realidades y a la
experiencia acumulada no puede asumirse como simple tarea.
Es una misión
impostergable.